Los Infames rumanos

19 de febrero de 2009
El parecido con los originales resulta más que asombroso...

Ninguno de nosotros supo nunca de dónde vino exactamente. Se hacía llamar Marius y afirmaba tener lejanos lazos sanguíneos con uno de los Infames cuyo nombre nos reservaremos. El caso es que, desde que su sonrisa metálica nos movió a concederle el beneficio de la duda, nuestras apacibles y burguesas vidas de lector nunca volvieron a ser las mismas. Ya fuera porque la sangre zíngara corría a borbotones por sus picadas venas o porque, tal y como apuntaban algunos miembros del grupo, sufría un desequilibrio mental nada desdeñable, el caso es que nos vimos envueltos en una sicalíptica espiral de la que nos fue difícil escapar.

A lo largo de incontables noches y madrugadas, Marius nos hizo naufragar en infectos lupanares, apurar deletéreos alcoholes que habrían dejado sin respiración a un pirata otomano y bajar la escalera que conduce hasta los vicios más secretos. Atrapados en su compañía, los Infames estuvimos a punto de abrazar la locura en innumerables ocasiones hasta que un buen día, y de la misma manera en que había entrado en escena, desapareció. A la mañana siguiente encontramos sobre la chimenea un volumen como única prueba de que todo aquello no había sido tan sólo una horrible pesadilla. Se trataba de un ajado ejemplar de 'Los depravados príncipes de la Vieja Corte'.

Resulta curioso cómo, de igual manera que Marius irrumpió de forma inesperada en nuestras vidas, de vez en cuando la marea editorial arroja sobre nuestras playas una nueva perla desgajada de esa inagotable constelación (todavía por descubrir) que es la literatura centroeuropea. Tras mucho aguardar sentados en la orilla, por fin le había llegado el turno al rumano Mateiu Caragiale (1885-1936), gracias a los amigos de la editorial El Nadir.

El varón dandy de parranda

Caragiale fue un tipo raro, en el sentido que supo darle al término el poeta Pere Gimferrer. Una extraña flor en el invernadero de aquella época, heredero directo del simbolismo y del decadentismo de fin de siglo, pero amamantado en el Berlín previo a la I Guerra Mundial. Hijo ilegítimo del popular autor teatral Ion Luca Caragiale (1852-1912), el afán por emular al padre iba a determinar toda su vida, algo que finalmente conseguiría, tras más de diez años de redacción y algunos más de olvido, gracias a esta magnífica obra, elegida por la revista Observator Cultural como la mejor novela rumana del siglo pasado. La segunda de la lista —¡ay! Cómo nos gustan las listas— es 'El lecho de Procusto' de Camil Pretescu, sólo recientemente editada por El Gadir. La siguiente en el podio ('Los Moromete' de Marin Preda) está todavía inédita en España, así que imagínense las que siguen en la lista... Y eso que en los últimos años, junto a los mencionados Caragiale y Petrescu, y otras figuras más conocidas como Cioran, Ionesco o Eliade, se han rescatado algunos nombres señeros de esa verdadera edad de plata que vivieron las letras rumanas a principios del siglo XX como son Max Blecher (de quien ya nos hemos ocupado en este espacio) y Mihail Sebastian (de quien prometemos ocuparnos). Todavía hay mucho por conocer del, discúlpenos el neologismo, rumanismo ilustrado.

'Los depravados príncipes de la Vieja Corte' está repleta de personajes increíbles que pululan por el Bucarest del siglo pasado, conocida con toda justicia como 'el pequeño París': Pera Corcodusa, 'Nalguitas', la familia Arnoteanu... aparecen y desaparecen entre príncipes rusos, sultanas y bailarinas iniciadas en los secretos de la teosofía. Y entre tanta zafiedad, destacando con muchos cuerpos de ventaja, la contrahecha figura de Pirgu, "un adefesio con alma de mataperros y enterrador", adicto a las mujeres atocinadas y al alcohol dudoso. Este lazarillo (al igual que Marius lo hizo con nosotros) es quien guiará a otros 'Tipos Infames', letraheridos ávidos de experiencias fuertes, por las alcantarillas de la ciudad a la búsqueda del placer extremo. Pero esos mismos viajes por las cloacas de la vida se dan la mano con las evocaciones que el narrador y sus amigos Pasadia y Pantazi (dos dandys decadentes) hacen de tiempos pasados y países lejanos, un mundo sofisticado y aristocrático condenado a desaparecer. Ese mundo, encarnado por la Vieja Corte, es una presencia bajo cuyas ruinas se cobijan los personajes mientras asisten al nacimiento de uno nuevo que pertenece al histriónico Pirgu y sus iguales.

De este modo, lo elevado y lo grotesco se dan la mano creando un continuo contraste y tensión que no puede dejar indiferente. Podría pensarse que esta invocación de los desperdicios de la vida no constituía más que un recurso para epatar a sus contemporáneos, en la línea de la poética de lo suburbial popularizada durante aquellos años (la novela se publicó en 1929). Sin embargo en 'Los príncipes...' está ausente toda especie de resentimiento y didactismo. En lugar de ello encontramos una búsqueda de la emoción y la belleza en medio de toda esa marginalidad, a lo que contribuye la pátina de morbosidad oriental que espolvorea toda la historia.


La familia de Marius, agradecida


Todavía exhaustos por la lectura, cerramos nuestro ejemplar, nos servimos una última copa de oporto dejándonos acunar por los susurros de Matt Elliot. Y así permaneceremos, al calor de la lumbre, esperando a que aquel poeta del vicio nos conduzca de regreso a la Vieja Corte.

publicado en soitu.es (18-02-2009)


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