Viajando con Carver, o algo así...

3 de abril de 2009
El reloj digital marcaba las 20.33, sin embargo no debían ser realmente más de las cuatro cuando el autobús arrancó. Tal vez la situación había comenzado a torcerse en ese preciso momento, tenía que haberlo pensado entonces. Tras asegurar el equipaje y echar una mirada furtiva a su compañero de asiento comenzó a repasar sus notas. El ruido del motor y el calor en la parte trasera del autobús le hicieron desistir pronto, así que tras abandonarse a un breve sueño sacó el libro de Raymond Carver que acababa de comprar y leyó hasta llegar a su destino. En la estación le esperaba E. quien le acercó hasta el hotel para que pudiera asearse tranquilamente antes de la inauguración.

Dejé de limpiar la piscina. Se llenó de un légamo verde y los clientes ya no pudieron usarla. Ya no arreglé más grifos ni puse más azulejos ni hice más retoques de pintura. (...) Si bebes en serio, la bebida exige una gran cantidad de tiempo y esfuerzo.


No le costó abrir la verja y atravesar el jardín en el cual destacaba una piscina de agua estancada increiblemente verde que le produjo una desagradable sensación. Cuando llegó a la recepción no encontró a nadie. Tocó el timbre una, dos, tres veces... hasta que un hombre apareció tras el mostrador y le pidió sus datos mientras se metía la camisa por dentro del pantalón. Había un olor a rancio que se le quedó pegado al paladar mientras observaba las manos sucias de aquel hombre sobando su carnet. “208”;“Gracias”.

Tras darse una ducha y vestirse miró la puntera de sus zapatos y decidió limpiarlos antes de subir hasta la Fundación. Cuando acabó con el pequeño ritual entrechocó los talones como dándose la salida y abandonó el hotel. Aunque llegaba tarde no pareció importar... “estas cosas siempre se retrasan”, pensó. Una vez allí hubo alguna palmada en la espalda, palabras amables, se escucharon antiguas consignas y se ofreció una visita por la muestra para los invitados. En el fondo tenía la impresión de haber visto aquella exposición y aquellos rostros cientos de veces, así que decidió apartarse del grupo y salir al patio para poder fumar tranquilamente. Mientras encendía un cigarrillo distrajo su mirada entre el grupo de casas que había frente a él cuando reparó en el hombre que sacaba fotos a las fachadas con una extraña cámara que sujetaba mediante unos ganchos cromados en lugar de manos. Aún lo miró un rato más antes de reincorporarse al grupo mientras apuraba el cigarrillo.

Tras cenar con los organizadores volvió a subir hasta la parte alta de la ciudad en donde se había citado con un pequeño grupo de galeristas. Tan pronto como abrió la puerta doble comenzó a preguntarse que hacía allí. “Eh, muchacho...” Ya era tarde, así que se acercó hasta la barra acolchada y esperó. La conversación iba indistintamente de un tema a otro, entre la malicia y lo intrascendente. En realidad aquellos parroquianos de lo etílico podrían haber hablado de cualquier otra cosa. Estaba distraído pensando aún en la impresión que le había causado “La tercera de las cosas que acabaron con mi padre”. Aprovechó un extraño silencio para preguntar si había percas en aquella zona, pero nadie pareció escucharle. Miró de nuevo la punta de sus zapatos, se excusó para ir al baño y al poco ya había conseguido escurrirse hasta la calle. Andó y desandó lo nunca recorrido entre casas que parecían a punto de vencerse hasta llegar al hotel, en donde de nuevo le costó que alguien le atendiera.

Una vez en la habitación se desvistió. La respiración de A. señalaba que ya dormía desde hacía un rato por lo que decidió volver con el libro. No pudo terminar. Y no fue el cansancio lo que lo impidió, sino que a medida que se acercaba al final advirtió que las páginas comenzaban a clarear hasta quedar totalmente en blanco a la altura del relato que da nombre al conjunto. Sonrió ante la ironía de aquel fallo de impresión y se acercó hasta el bar en busca de una última cerveza. Abrió la portezuela y buscó, pero allí sólo pudo encontrar un pequeño botellín verde.



Lo que nos atrae tanto en sus historias no es tanto el relato de esa especie de inmóvil desesperación en la que se encuentran atrapados sus personajes como la intuición de una plenitud que casi parece accesible para ellos a pesar de todo. Muy cerca del dolor está la ternura; la claudicación de un borracho que vuelve a la botella no llega a corromper del todo su alma; la pelea más atroz de una pareja no anula los instantes de felicidad que conocieron alguna vez; en una habitación donde un grupo de amigos conversa sobre nada y se emborracha poco a poco alguien observa la luz de la tarde que se filtra por la persiana y permanece como un ascua roja en el espejo. La limpieza de la escritura ya es en sí misma una afirmación. Las experiencias reveladoras a las que aludía Carver cuando hablaba del oficio de escribir no tienen que ver con el horror ni con la desgracia, sino con la epifanía de las cosas cotidianas: "Es posible escribir sobre cosas y objetos comunes con un lenguaje común pero preciso, y dotar a esas cosas -una silla, una cortina, un tenedor, una piedra, el pendiente de una mujer- con un poder inmenso, incluso sobrecogedor".


Antonio Muñoz Molina

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