albert camus, el primer hombre

23 de marzo de 2010
Fumar mata... pero no me digan que no da un toque


Durante las últimas semanas el nombre del escritor Albert Camus ha comenzado a escurrirse en nuestros artículos. Paralelamente, y sin yo apenas darme cuenta, el título de alguna de sus obras se deliza en mis conversaciones cotidianas (muchas veces sin que esto sea necesario). Incluso M. me ha hecho ver que he cambiado mi forma de sujetar el cigarrillo y se pregunta porque, justo ahora que la lluvia se decide a abandonarnos, he rescatado mi vieja gabardina.

Creo que esta impostura vilamatiana no tiene ningún sentido y que me he dejado intoxicar por el aluvión de comentarios, artículos y exposiciones que se le dedican al escritor cuando se cumplen los cincuenta años de su muerte. Tal vez fuera tras leer alguno de ellos, posiblemente el de José María Ridao, que me decidí a leer El primer hombre. Y lo que allí me encontré fue un libro luminoso en el que el premio nobel consigue nombrar cosas que parecían hasta entonces fuera del alcance de las palabras.




La biblioteca contenía sobre todo novelas, pero muchas estaban prohibidas para los menores de quince años y ordenadas aparte. Y el método puramente intuitivo de los dos niños no constituía una verdadera elección entre los libros permitidos. Pero el azar no es lo peor para las cosas de la cultura y, devorando todo mezclado, los dos glotones engullían lo bueno al mismo tiempo que lo malo, sin preocuparse por retener nada, y en efecto, sin retener casi nada salvo una extraña y poderosa emoción que, a través de las semanas, los meses y los años, engendraba y hacía crecer en ellos todo un universo de imágenes y de recuerdos irreductibles a la realidad de todos los días, pero sin duda no menos presentes para esos niños ardorosos que vivían sus sueños con la misma violencia que sus vidas. Lo que contuvieran esos libros, en el fondo poco importaba. Lo que importaba era lo que sentían ante todo al entar en la biblioteca, donde no veían las paredes de libros negros sino un espacio y unos horizontes múltiples que, no bien pasada la puerta, los arrancaba de la vida estrecha del barrio.


-¡Joder André! No seas guarro...

La cita no constituye un capricho. No en mi caso, que crecí mediante lecturas desordenadas que juntaban durante los largos veranos obras de fantasía heroica con las del francés y los cuadernos santillana. Se supone que en aquellas noches de brisa estelar e inmensa quietud los adolescentes tienen sus primeros acercamientos al otro sexo. Yo, sin embargo, seguía acercándome al mío propio en la soledad de mi habitación, así que tenía más tiempo para los libros. De hecho, me acerqué mucho a Camus y, aunque no entendía mucho de lo que leía, recuerdo perfectamente como recorté una fotografía suya de una colección de Premios Nobel que todavía debe andar por la casa de mis padres...

Pasó el tiempo y otros autores me fueron deslumbrando hasta olvidarme de mi antigua fijación. Tal vez, en mi búsqueda del fuego artificial, le acabé reprochando lo que yo creía una simplicidad que no era sino mía. Algo que la lectura de El Primer hombre ha terminado por desmontar y que Alain Finkielkraut encuentra hasta proustiano por su capacidad de recuperar y trasmitir la memoria afectiva.


Cada libro, además, tenía un olor particular según el papel en el que estaba impreso, olor fino, secreto en cada caso, pero tan singular que J. hubiera podido distinguir con los ojos cerrados un volumen de la colección Nelson de las ediciones corrientes que pubicaba entonces Fasquelle. Y cada uno de esos olores, aun antes de que empezara la lectura, arrebataba a Jacques a un universo lleno de promesas que empezaba a oscurecer la habitación donde se encontraba, a suprimir el barrio mismo y sus ruidos, la ciudad y el mundo entero, que desaparecía totalmente no bien empezaba la lectura con una avidez loca, exaltada, que terminaba por sumirlo en una embriaguez total de la que no conseguían sacarlo ni siquiera las órdenes repetidas.

-Jacques, por tercera vez, pon la mesa.

Al fin ponía la mesa, la mirada vacía y descolorida, un poco extraviado, como intoxicado por la lectura, volvía al libro como si nunca lo hubiera abandonado.

-Jacques, come...


Hoy creo que el último libro de Camus fue, sin embargo, el primero de todos.

2 comentarios

  • "hubiera podido distinguir con los ojos cerrados un volumen de la colección Nelson de las ediciones corrientes que PUBICABA entonces Fasquelle"

    el pasar las tardes en tu habitación con los libros hace que tu subconsciente te traicione... aun así... mira que eres bueno!

    (me refiero a ti porque de momento, el señor Camus no ha caido en mis manos... espera! qué tú tampoco! qué bueno eres escribiendo!

  • El subconsciente que, como usted bien dice, es muy traicionero, querida Chantal... creo que voy a ir necesitando alguien que me revise los textos o algún mecanismo que permita anticiparme a mis (turbios/turbulentos/turbados) pensamientos. Ay!