Orlando en Las Alpujarras

7 de febrero de 2009
El otro día, a raíz de un artículo tremendamente aburrido que perpetramos para soitu.es (la necesidad de comer tal vez, no sé...) deslizábamos el nombre del británico Gerald Brenan (1894-1987). Podría pensarse que se trataba de uno más entre toda la tropa de hispanistas anglosajones que vienen haciendo de la historia de España (ésa que siempre acaba mal, como advertía Gil de Biedma) un cortijo particular. Así es como servidor contemplaba la figura de Brenan. Y, como tantas otras veces, se equivocaba...

Van a permitirme el relato personal y desordenado, pero así es el modo en que me conduzco últimamente. Volví a recordar el nombre de Brenan mientras subía las escaleras de una librería madrileña para hacerme con un ejemplar de "Orlando" (Alianza, 2008), un libro que ha terminado por ser más un regalo que una recomendación. Y eso que hasta hoy encontraba en las novelas de Virginia Woolf una afectación que terminaba por resultarme ciertamente incómoda. Una sensación que ha estado ausente a lo largo de este cuento de hadas en el que todo, sujeto y tiempo, muestran un profundo desacuerdo con la realidad. Algo parecido a la conciencia de la escritora, un torrente que todo lo arrastra y abraza, sombra sin sustancia.
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Brenan: alegato meridional
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¿Pero por qué recordé el nombre de Brenan? (ya les advertí que soy de natural desordenado...). Bueno, supongo que un libro acabó por llevarme a otro, y por alguno de aquellos pasadizos se deslizó de nuevo el del entonces joven escritor, quien se asomaba ocasionalmente por las tertulias que Virginia o su hermana Vanessa organizaban semanalmente en Gordon Square y que acabaron por dar carta de naturaleza al Círculo de Bloomsbury. Aquellas reuniones literarias eran contempladas por el aprendiz de escritor, extrañado por la ausencia de alcohol (¿no se suponía que aquellos eran escritores?), como un concierto que, a buen seguro, se parecían más a los salones galantes de Orlando que a las jaranas bullangueras a las que Brenan acudía en las Alpujarras. Algo que sin duda movió al británico a invitar a sus nuevos amigos a visitarle en Yegen (Granada) y que recogió en ese tremendo libro que es "Al sur de Granada" (Tusquets, 1997):

Cuando recuerdo a Virginia durante aquellos días, y particularmente en el tranquilo retiro de mi casa, su belleza es lo primero que acude a mi mente (vaya, resulta que no soy el único -perdón por la interrupción, pero en estas intromisiones se encuentra parte del encanto/¿encantamiento? de Orlando-). A pesar de que, en cuanto a simetría, su cara resultaba excesivamente larga, sus rasgos eran finos y delicados; sus ojos eran grandes y grises, o de un azul grisáceo, y tan claros como los del halcón. Durante la conversación relucían de una manera quizás algo fría, mientras que su boca se plegaba irónica y desafiante; cuando permanecía en reposo, su expresión era melancólica y casi aniñada. Cuando nos sentábamos por las tardes junto a la chimenea, al calor de los leños, y ella extendía las manos hacia el fuego, todas sus facciones revelaban una personalidad de poeta. Hay escritores cuya personalidad se asemeja a su obra, y hay otros que al saludarles y conocerles resultan totalmente distintos de ella. Virginia Woolf pertenecía decididamente al primer grupo (...)

Virginia y Vanessa. Batiendo alas

Esbelta y alegre, con los ojos increíblemente abiertos entre higueras y olivos. Allí, igual que Orlando atravesando las colinas o acomodándose contra las raíces de una encina, es fácil adivinarla hermosa y ausente. Eliminando el presente como si fuera gotas de agua hirviendo. Algo parecido a la felicidad.

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