el triunfo de "los dioses blancos"

14 de abril de 2009
Weimar no se acaba nunca, Weimar era una fiesta...

El otro día me desayuné con la noticia del aniversario del nacimiento de la Bauhaus. Y es que noventa años no son nada (hoy en día quien no quiera celebrar el aniversario de alguna efeméride es porque no quiere, oiga) y menos para uno de los mitos fundacionales de un pasado que no termina de abandonarnos.

Servidor de ustedes cree que es imposible a estas alturas escribir algo nuevo sobre la Bauhaus, sin embargo mucho se teme que volveremos a ser testigos de una avalancha editorial de títulos innecesarios y algunas reediciones... pero ya puestos ¿no podría el señor Herralde (venga Jorge, tírate el rollo...) reeditar “¿Quién teme al Bauhaus feroz?” de Tom Wolfe? Buceando en uniliber y otros osarios de libros sólo he podido encontrar un ejemplar de la edición del año 1999 -ayer mismo- por...¡¡¡65euros!!!. Ahora que está tirando la casa por la ventana con su cuarenta aniversario (que conste que hablamos de la editorial...¡agh! ¡otra maldita efeméride!) ¿no podría volver a hacer una tirada pequeñita? Incluso podría tragarme mis principios (ya encontraré otros, que diría Marx -Groucho, claro-) y contentarme con esos horribles formatos dorados de kiosko que se ha sacado de la manga.
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Oh, hermoso país, el de los horizontes espaciosos, el del ambarino oleaje del trigo, ¿existe otro lugar en el mundo donde la gente rica y poderosa haya costeado y soportado tanta arquitectura que tanto detesta como el que abarcan nuestras benditas fronteras? Lo dudo mucho.

grrr...¡malditos europeos!
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A Wolfe le parecía inconcebible que los niños de su país recibieran enseñanza en edificios que parecían más almacenes de recambios para multicopistas que verdaderas escuelas. Por su parte, los chalets que comenzaban a proliferar por entonces en Long Island contenían tal maraña de tuberías, láminas industriales de vidrio cilindrado y lámparas de wolframio halogenado que hacía que se asemejasen más a refinerías de insecticida (en Estados Unidos fueron los magnates -y sus señoras- quienes introdujeron el arte y la arquitectura de vanguardia. El MOMA no fue un proyecto de socialistas y bohemios, sino que se fundó en la salita de estar de todo un John D. Rockefeller jr. entre estolas de piel y whisky del bueno, del que hace clinkclink en el vaso).

Los nuevos ricos americanos se encontraban al borde del autismo sensorial sometidos a la dictadura de conceptos como la luz pura, la blancura, la magrura, la albura, la hartura... ¡una auténtica locura, vaya!. Los ricos se encontraban viviendo en edificios en los que era imposible vivir... ¡y que aun encima habían pagado ellos mismos!. Además si trataban de dotar con una nota de color o buscar una mayor comodidad en sus hogares con mullidos cojines de colores o cálidas alfombras se arriesgaban a que el arquitecto, enfurecido, les sometiera a una filípica calvinista y les arrebatara aquellos objetos. Para Wolfe la relación entre arquitecto y cliente se había vuelto excéntrica y perversa en los EEUU. En el pasado, los que encargaban y financiaban palacios, bibliotecas, universidades, museos o ministerios lo hacían con la intención de ofrecer una imagen de su propia gloria y el arquitecto obedecía sin chistar... faltaría más. En la actualidad los plutócratas de nuestro tiempo o presidentes de consejos de administración se sometían a la voluntad del arquitecto como ante un navajero de arrabal. ¿Cómo se había llegado hasta ese punto? Bueno... de eso precisamente trata “¿Quién teme al Bauhaus feroz?”.


El olimpo

Para Wolfe la culpa de esto la tenían aquellos arquitectos, artistas y diseñadores que habían venido desde Europa, enemigos declarados de la comodidad y el color, que trajeron el mensaje del arte moderno desde el otro lado del Atlántico. El advenimiento de los arquitectos europeos era como una mala película en la que los exploradores blancos que se adentran en la selva son confundidos por dioses por los aborígenes. Estos “dioses blancos” tenían nombres tan fascinantes como Gropius, Mies, Le Corbusier y Oud, mientras que el pobrecito de Frank Lloyd Wrihgt era relegados a mera nota al pie de página en las universidades. Universidades en las que el estudio de la arquitectura ya no era tanto el adquirir unos conocimientos técnicos como el ingresar en un movimiento, en un cenáculo (ésa es la palabra, sí). Y si los estudiantes tenían que gastar sus escasos medios en adquirir una silla Barcelona o lámparas termoiónicas para ingresar en la tribu... pues se hacía y punto.

62.23% tónica + 32.54% ginebra (menos es más!)+ 1.12% limón=...


Así, se dio la paradoja de que en la Babilonia del Capitalismo sería donde mejor iba a calar el mensaje progresista de la Bauhaus, si bien despojado, desnatado, de cuestiones tan inoportunas como el lugar de la clase trabajadora, la vivienda obrera o el socialismo (¿socialismo? ¿de qué coño me habla, joven?).

Bueno, ahora sólo falta que el señor Herralde nos haga caso...


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2 comentarios

  • Son ustedes muy grandes, Infames.

    Han conseguido (porque han sido ustedes, está claro) la reedición de los que para mí son los dos mejores ensayos de Wolfe.

    Porque no sólo está el fantástico "Quién teme a la Bauhaus feroz", sino también el divertidísimo "La palabra pintada".

    Dos textos tan reaccionarios como necesarios. ¡Basta ya de regalar esas ediciones yankis en paperback que había que conseguir por Internet!

  • Estimado caballero,

    Desempolve su traje blanco, ha llegado el momento de salir a patear las escuálidas posaderas de la modernez con nuestros zapatos italianos.

    vive la réaction!